Hay dos grandes formas de contar un chiste. La forma seria, civilizada, es contar tu chiste con relativa calma. Quizás una tímida sonrisa sugiera que lo que estás diciendo es gracioso, o tu tono de voz invita a la comicidad. Al terminar tu relato, esperas a ver si produjo la reacción deseada en la audiencia. Sólo después de oír la risa de los demás es que debes reírte. Al menos que andes con el gafo subido, en cuyo caso se te perdona todo.
La otra forma de contar un chiste es poco educada, ruin, e indicativa de algún nivel de deficiencia mental. En vez de sugerir que estás intentando ser chistoso, sientes la necesidad de anunciarlo a todo el que esté a veinte metros de distancia. Gesticulas en exceso, pones una inmensa sonrisa de pendejo, y sueltas carcajadas antes de terminar. Al culminar tu tortura a quienes te rodean, no contento con la pena ajena que infligiste, sueltas una estupenda risotada, que por muy mala que sea la broma obliga alguna clase de reacción en quienes te rodean. Nada de sonido de timbales para un chiste fracasado, no, tu actitud exige algo por muy falso que sea. Debo acotar acá que yo no soy de fácil reír, con el sufrimiento causado por la risa no sentida es particularmente agudo.
Si te sentiste aludido por el tercer párrafo de esta brillante epístola, analízate un momento. Aún tienes tiempo de cambiar.